Serían las tres de la mañana cuando acabé mi turno de guardia, se me hacía eterno cuando debía patrullar sola, no porque me diera miedo. Eso jamás. Pero éso de no tener a nadie a quien examinarle la mente era realmente aburrido. ¿Quién me iba a decir a mí que acabaría echando de menos a los chicos de la manada? Era inaudito, cualquiera que me leyera los pensamientos creería que estaba enferma o algo semejante.
Recorrí el bosque una y otra y otra vez, bordeándolo al llegar a la línea divisoria, donde una vez allí frenaba en seco y volvía a la misma rutina, monótona, como siempre.
Debía de estar dando vueltas por el bosque como una tonta hasta que la luna se alzara gloriosa sobre el oscuro cielo, plagadp de brillantes estrellas tan sólo visibles desde determinadas zonas del bosque, por ejemplo, desde algún que otro claro, o alguna colina.
Cuando al fin mi patrullaje llegó a su fin me sentí aliviada, aliviada de que al fin dejaría de oler la tierra y la yesca seca en busca del aroma de algún vampiro, que para mi suerte no encontré por ningún lado, al menos ésta vez.
No tenía ganas de ir hacia mi casa, por lo que simple y sencillamente me dirigí hacia el acantilado, lugar al cual solía asistir a menudo para relajarme o simplemente a no hacer nada. Salí de entre los árboles ya convertida en humana y me aproximé al borde del acantilado, observando el horizonte.
- ¿Dónde andarán los demás? - me pregunté a mi misma, sintiéndome estúpida por hablar conmigo misma, pero, ante la ausencia de compañía era lo mejor que podría hacer -