La soledad es el mejor aliado cuando tu vida pasa de ser mundana a eterna. A veces la evadimos porque estando con ella suele hablarnos de lo que por comodidad evadimos en nuestra vida. Yo nunca llegué a temerla, aunque me costara aceptar los contados errores que había cometido en mi existencia y todos por culpa de los sentimientos. Los aborrecía tanto…prefería no sentir nada que el agónico dolor interno que llevaba conmigo desde aquel día, observando cómo me consumía junto a mi hermano, sin derramar ni una sola lágrima por no preocuparle, contemplando cómo se esfumaba mi vida y no me dolía tanto como había llegado a pensar. Después vino el despertar, la unión y por ende, la desesperanza. Llevaba mucho tiempo ya sabiendo que nada bueno en su integridad podía ocurrirme.
Pero eso no me importaba ni me hacía sentir de ninguna manera, porque después de todo, prefería ser odiada que amada ya que el último sentimiento nunca había sido condescendiente conmigo. Me asía al odio pues parecía ser lo único que me quedaba para aferrarme en tal mundo, hacía tiempo que había elegido ese camino y por nada del mundo iba a abandonarlo. No quería ser una cobarde porque nunca lo había sido y con mi edad, no iba a empezar en ese mismo instante a cambiar. Acabáramos.
Hacía tiempo que él ya no me hablaba y yo tampoco. Desde aquel último adiós que al menos a mí me dejó con un extraño sabor amargo que terminé por controlar al instante; “Si no me necesitas a tu lado, desapareceré de tu vida…como una sombra sin dueño.” Esas palabras palpitaban en mi cabeza todas las veladas en las que me refugiaba en mi habitación, no salía mucho por así decirlo. Las misiones habían disminuído últimamente y contando que sólo me dejaban acudir a las más importantes, me pasaba el día entre aquellas cuatro paredes que a cualquiera le habrían parecido una cárcel particular…pero yo ya no quería volar, tiempo hacía que me había arrancado las alas sin miramientos de la espalda.
Mi mirada estaba fija en un punto concreto de la nada, carmesí y profunda desde mi renacer, falta de luz desde el día en que vine al mundo. A veces pensaba que hubiese sido mejor no nacer, quedarme para siempre en el mundo de lo etéreo e inexistente, sin saber con certeza que era lo que me esperaba. En aquel momento tampoco lo sabía, pero la diferencia es que todo había comenzado a darme igual. Pero el dolor punzante del pecho no se iba.
La mandíbula tensa, apoyada en la palma de mi mano derecha, gélida cuan témpano y traicionera como una espada de un solo filo. El cabello cayendo con sutileza por mi rostro, sin recoger, a la vez que perlados cristales de cielo bañaban mi gesto recio y con deje ido, notoriamente un poco más oscuro que cuando estaba seco.
Humedad, intensificaba todos los olores; incluso podía distinguir el suave olor a musgo que desprendía mi vestimenta de azabache refulgente. Era perfecta, no había nada que escapase a mi comprensión y nada podía lastimarme más que yo misma con mis pensamientos y filosofías basadas en el pasado, siempre en el pasado. Odiaba mi vida humana tanto como odiaba el olor a licántropo, que me quemaba en las entrañas cada vez que aparecía. Ya me importaba un niño muerto lo que le pudiera pasar a cualquiera, como si les daba por aliarse, yo seguiría siendo igual de sádica, igual de seria, igual de mordaz…porque tenía mil y un motivos por los que serlo y como ya había pensado antes, perro viejo nunca cambia –ni quiere cambiar-.
El cielo estaba tan nublado que el sol no tenía cabida en la Tierra; me agradaba mucho más así. La lluvia caía con fuerza sobre mi enjuta y mortífera forma y como no, me importaba más bien poco. La barandilla lucía más blanca que de costumbre, los corredores ya no eran ni una sombra de lo que fueron.
Recordaba vagamente cómo después de la conversación que tuve hace tiempo con mi hermano, la cajita de música que madre me había regalado cuando era pequeña había acabado empotrada contra la pared, hecha añicos fruto de una frustración y una rabia que creía extinguidas. No tardé en serenarme, pensar en lo que acababa de ocurrir y aceptarlo como lo había hecho hasta entonces, aunque esa vez, al oír sus palabras, había sido un poco más duro que otras. Desesperanza, sí…hubiera suspirado si lo hubiese sentido así. Pero ya no merecía la pena sentir porque la distancia nos separaba y a pesar de que compartíamos miradas fugaces que no querían decir nada desde aquella vez –como compañeros- , ninguno parecía querer romper esa soledad que nos embriagaba al uno sin el otro. Quizá al final acabase siendo mejor, él con su familia y yo con mi vida a cuestas, llevando una carga que para muchos sería impensable en una niña –o adulto-, pero a mí no me importaba llevarla. Mi objetivo se centraba en descuartizar cuerpos y ser útil, como Aro quería de mí.
Pero no podía evitar sentir que me estaba mintiendo a mi misma a pesar de que estaba absolutamente segura de que no lo hacía; paradójico. Quería lo mejor para los dos pero era un ser egoísta en el fondo, no me avergonzaba de ello ya que eso para mí era una virtud. Quizá ese egoísmo fuese lo que me mantenía en pie y me hacía sentirme inmune, me daba la sensación de no profesar sentimientos por nada. Menos con él.
Cargué un poco más mi mentón en la mano y luego llevé mi dedo índice a los labios, hasta el momento fruncidos en una expresión de profunda concentración. Sin contemplación, lo mordí con mis colmillos, notando cómo la sangre sin vida brotaba de él y los empapaba. ¿Dolor? No; mejor era no sentir nada que dolor.